UN ÚLTIMO CUENTO DE FANTASMAS

UN ÚLTIMO CUENTO DE FANTASMAS

Tuvimos la suerte de una abuela dueña del arte de contar y de contar bien, arte que le vendría de familia. Nunca nos contó de Blancanieves, Caperucita ni Cenicienta; no nos leyó sobre Misia Pepa o La tortuga gigante; ni de otros por el estilo de los tantos del repertorio de la tradición oral. Buena tejedora, además, nuestra abuela urdía sus propios cuentos, hilándolos de sus recuerdos y vivencias e hilvanando con dichos y sucedidos de siglos, recogidos de las charlas del ruedo familiar.

Sus historias y relaciones transcurrían en una geografía acotada y en un tiempo determinado: el de su propia infancia a partir del Centenario. Sus padres, al casarse y a poco de comenzar el siglo, estuvieron entre un puñado de familias acomodadas de la ciudad que establecieron en Rincón su sitio para pasar las vacaciones, seguramente para ponerse al abrigo del a veces agobiante verano santafesino. Todos los paranaenses sabemos que esa ciudad de enfrente está como en un pozo.

El ferrocarril había llegado quince años antes, conectando el antiguo pueblo y el puerto de Colastiné con Santa Fe. Y durante décadas fueron llegando los hijos, disfrutando estadías en aquella su quinta, cerquita del arroyo y de la Plaza, junto a esas familias amigas y entrelazadas, y compartiendo días, charlas y vida con las viejas familias criollas del lugar.

Sus cuentos, a los que agregaba enseñanzas, burlas y moralejas, tenían por protagonistas a su padre y a su madre –los abuelos-, a sus hermanos –los tíos-, y a los criollos del lugar, con los que encaraban aventuras que parecían las de Sandokán en la Malasia  pero que consistían en ir a pescar a la Laguna Redonda, que vaya uno a saber cuál de tantas era; cazar patos guiados por la baquía experta de Manila, amigo de la familia medio criollo y medio indio; descubrir el cuidado que llevaba mantener engrasada la canoa; cómo armaba el abuelo sus propios cartuchos de escopeta; que para pescar bien era necesaria buena carnada, y que mejor era que fuese de tripas de patí cuanto más podrida mejor, y cosas por el estilo. Descripciones de los yacarés tomando sol en el Ubajay, largas travesías hasta alcanzar el arroyo Leyes, palometas mordiendo las tetas de las vacas al cruzarlas a las islas, peligrosas inundaciones, dorados y surubíes del alto de los hermanos mayores. Convertía esas rutinas, aquellas habitualidades y esos paisajes fluyentes de la maraña de arroyos en historias que atrapaban.

El pueblo rinconero era una de sus devociones. Tenía un marcadísimo sesgo por lo popular. Rincón era una especie de Macondo sin desmesuras, una tierra sin males ni profetas, plagada de sabidurías, dignidades, tradiciones y buenas gentes. Las empanadas de las criollas rinconeras eran las mejores; el cura de la iglesia era un sabio; los carpinteros y los hacheros eran expertos ebanistas de arte milenario; los policías, unos ingenuos sargentos García litoraleños y fluviales; Don Fulano el comisario, un hombre bueno y protector, amigo de todos.

Pasadas dos décadas empezó el tiempo de casarse los chicos, alejarse algunos y tener hijos a su vez. Mi abuela cruzó de costa y anduvieron una década del Paraná al Uruguay, cambiando de río al ritmo del trabajo y de vaivenes de la política nacional, que le apasionaba como Rincón. Otra herencia de familia. Con menor frecuencia que sus hermanos, la vieja quinta rinconera la seguía reuniendo con sus padres, hermanos y sobrinos multiplicados al efecto. Los padres se fueron muriendo, la quinta se fue dividiendo entre algunos de los hermanos, al ritmo de una repartija de familia inteligente y sin conflictos, y siguió siendo un punto de encuentro de todos al que mi abuela tributaba, aunque no fuera propietaria. Pasadas otras dos o tres décadas llegó el tiempo de nuevos casamientos, de la llegada de nietos y de inventar aquellos cuentos.

Y todavía a los ochenta y mientras el cuerpo le permitió, siguió yendo temporadas a encontrarse con sus hermanos a Rincón. Cada vez iba quedando más descolgada del presente rinconero, que le era actualizado por la hermana que le seguía, dueña de casa, y que, aunque arrastrada río abajo por la vida, venía desde Buenos Aires largos meses y seguía en contacto con la descendencia de los viejos pobladores, en un pueblo que cada vez se absorbía más engullido por el crecimiento de la ciudad capital.

Yo que también había derivado como camalotes aguas abajo, cada vez que repechaba el río y la visitaba en Paraná, recibía de su parte una especie de informe de inteligencia, una especie de navegación por una gran internet oral, que recopilaba y ordenaba chismes y referencias de cada subgrupo familiar, y de cada suceso destacado de la vida rinconera, que ella iba organizando, ya sola y bastante aislada en su casa.

Fue una vez a principios de los ’90 que me cuenta que fue a pasar unos días a lo de su hermana, nacida como ella para el Centenario, pero de la Independencia.


Y disfrutando como siempre de estar en Rincón va puntillosamente a misa. Y la misa transcurre y llegan las menciones y pedidos, y el cura pide por las almas de fulano y de fulana, que se han muerto, y por mengano que está enfermo y que se mejore, por zultanito que emprende una nueva vida, por un montón más, y por el embolsadito. Mi abuela no entiende de qué habla, pero no dice nada. Duda si el párroco es torpe o si entre los oprobios de la vejez le va viniendo a ella la sordera.

Al otro día vuelve a ir a misa y lo mismo, rogamos por fulano y mengano y zultana y por el embolsadito. El cura es torpe y dice cualquier cosa. Y al tercer día de nuevo por el embolsadito, pero ahora mira y ve que todos se hacen la señal de la cruz. De vuelta a casa se resigna, y ella, hermana mayor y tribunal de última instancia en todo recuerdo y chisme de familia, tiene que preguntar de qué se trata.

¿Qué es eso, hermana, que ahora el cura pide todos los días por un embolsadito, en qué ha caído la Iglesia en Rincón?

¿Pero no te enteraste? ¿Te acordás de Don Fulano, el comisario de cuando éramos chicas?

Sí, claro, como no me voy acordar de él, un criollo antiguo, un caballero de los de antes.

Bueno, se murió.

¿Y por qué el embolsadito?

No, no, él no es el embolsadito. No sé si te acordás de uno de sus hijos, Mengano, que tiene un hijo que es médico en Santa Fe. El viejo lo mando a llamar porque estaba internado en un sanatorio. Y así se supo, hará cosa de dos meses, y entonces la gente pide por El Embolsadito. Una historia de las tantas de este pueblo, que con el tiempo se van olvidando.

. . . .

Hola m’hijo. Lo mandé llamar porque Usted es Doctor y se da cuenta que me estoy muriendo. Y usted es de mi sangre, y a alguien necesito contarle. 

¿Qué le pasa?, cuente en confianza, diga, que le va a hacer bien.

¿Ha escuchado hablar de El Embolsadito, conoce su historia?

¿El Embolsadito?, no para nada, nunca. ¿Qué es eso?

Antes que se construyera el puerto donde está ahora, los muelles estaban en Colastiné. Toda esta zona de Colastiné, la Guardia y Rincón se llenaba de marineros que venían de todos lados y bajaban a pasear y a descansar de los viajes mientras se despachaban las cargas que llegaban y salían por el mar. Y acá se divertían unos días, y se gastaban unos pesitos en tomar unas copas, conocer mujeres, comer asado y mirar un poquito el lugar. Y después se volvían para Europa, o vaya a saber uno qué lugares de los que venían.

Resulta que una vez yo, que era un muchacho, dando vueltas por ahí cerca, veo que uno de los marineros, bien de uniforme, rubiecito, más o menos de la edad mía, empieza a caminar a la tarde, alejándose del puerto, como mirando los bañados, los pájaros, las flores, los seibos, los aromos, los camalotes. Y sigue caminando como a la deriva, paseando, contento y tranquilo, y va viniendo hacia el lado donde yo acababa de amarrar mi canoa. En ese momento es que salgo como a su encuentro, lo saludo y él me dice algo vaya a saber en qué lengua. Lo miro, me acerco, le sonrío y le clavo mi facón rápido como un refucilo. Se murió enseguida mirándome con una tristeza enorme desde unos ojitos zarcos que todavía me hacen doler cuando lo recuerdo, ahora que ya han pasado más de setenta años. Le saqué toda la plata y las cosas de valor que tenía, lo subí a la canoa, lo metí en unas bolsas, fui remando para el canal y lo tiré atado con unas piedras para que se vaya al fondo. Volví ya siendo de noche, me tomé unos vinos y me fui a dormir.

Pasaron dos días, el Capitán del barco empezó a llamar a toda su tripulación para que subiera a bordo y pegar la vuelta, y faltaba uno. Salieron a buscar por todas partes, hacían sonar sus sirenas, preguntaron a las autoridades del puerto, esperaron otros dos días y, muy tristes porque era muy querido por ellos, embarcaron y pegaron la vuelta.

A los dos o tres días unos pescadores lo encuentran enredado entre sus espineles. Conmoción en el pueblo, y como nadie sabe como se llama, le rezan al Embolsadito. Con el tiempo se fue olvidando. Siempre he pensado en él desde entonces, y en el daño que hice. Todos los días. Y no quiero morirme sin que la historia se sepa, y sin que vuelvan a rezarle a su memoria.


. . . .

Habiendo escuchado sus cuentos para nietos en los años 60, enterado de El Embolsadito por ella en los 90, escribo estas líneas ya sexagenario y recibiendo aquellos oprobios de la vejez de los que hablaba mi abuela. Cuento sin solvencia y con memorias menguadas una historia de siglo largo, de varias generaciones, extraviada y reaparecida. Fotocopia desteñida de fotocopias, historia imprecisa que tiene la relativa verdad de los cuentos que corren de boca en boca. Historia que varias veces fue recuperada y devuelta por el paisaje de la zona y por sus gentes, así como el río devolvió al desdichado, para que el olvido no fuera absoluto.



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