UN ÚLTIMO CUENTO DE FANTASMAS
UN ÚLTIMO CUENTO DE FANTASMAS
Tuvimos la suerte de una abuela dueña del arte de
contar y de contar bien, arte que le vendría de familia. Nunca nos contó de
Blancanieves, Caperucita ni Cenicienta; no nos leyó sobre Misia Pepa o La
tortuga gigante; ni de otros por el estilo de los tantos del repertorio de la
tradición oral. Buena tejedora, además, nuestra abuela urdía sus propios
cuentos, hilándolos de sus recuerdos y vivencias e hilvanando con dichos y
sucedidos de siglos, recogidos de las charlas del ruedo familiar.
Sus historias y relaciones transcurrían en una geografía
acotada y en un tiempo determinado: el de su propia infancia a partir del
Centenario. Sus padres, al casarse y a poco de comenzar el siglo, estuvieron
entre un puñado de familias acomodadas de la ciudad que establecieron en Rincón
su sitio para pasar las vacaciones, seguramente para ponerse al abrigo del a
veces agobiante verano santafesino. Todos los paranaenses sabemos que esa
ciudad de enfrente está como en un pozo.
Sus cuentos, a los que agregaba enseñanzas, burlas y
moralejas, tenían por protagonistas a su padre y a su madre –los abuelos-, a sus
hermanos –los tíos-, y a los criollos del lugar, con los que encaraban
aventuras que parecían las de Sandokán en la Malasia pero que consistían en ir a pescar a la Laguna
Redonda, que vaya uno a saber cuál de tantas era; cazar patos guiados por la
baquía experta de Manila, amigo de la familia medio criollo y medio indio;
descubrir el cuidado que llevaba mantener engrasada la canoa; cómo armaba el
abuelo sus propios cartuchos de escopeta; que para pescar bien era necesaria
buena carnada, y que mejor era que fuese de tripas de patí cuanto más podrida
mejor, y cosas por el estilo. Descripciones de los yacarés tomando sol en el
Ubajay, largas travesías hasta alcanzar el arroyo Leyes, palometas mordiendo
las tetas de las vacas al cruzarlas a las islas, peligrosas inundaciones,
dorados y surubíes del alto de los hermanos mayores. Convertía esas rutinas, aquellas
habitualidades y esos paisajes fluyentes de la maraña de arroyos en historias
que atrapaban.
El pueblo rinconero era una de sus devociones. Tenía un
marcadísimo sesgo por lo popular. Rincón era una especie de Macondo sin
desmesuras, una tierra sin males ni profetas, plagada de sabidurías,
dignidades, tradiciones y buenas gentes. Las empanadas de las criollas
rinconeras eran las mejores; el cura de la iglesia era un sabio; los carpinteros
y los hacheros eran expertos ebanistas de arte milenario; los policías, unos ingenuos
sargentos García litoraleños y fluviales; Don Fulano el comisario, un hombre
bueno y protector, amigo de todos.
Pasadas dos décadas empezó el tiempo de casarse los chicos,
alejarse algunos y tener hijos a su vez. Mi abuela cruzó de costa y anduvieron
una década del Paraná al Uruguay, cambiando de río al ritmo del trabajo y de
vaivenes de la política nacional, que le apasionaba como Rincón. Otra herencia
de familia. Con menor frecuencia que sus hermanos, la vieja quinta rinconera la
seguía reuniendo con sus padres, hermanos y sobrinos multiplicados al efecto.
Los padres se fueron muriendo, la quinta se fue dividiendo entre algunos de los
hermanos, al ritmo de una repartija de familia inteligente y sin conflictos, y
siguió siendo un punto de encuentro de todos al que mi abuela tributaba, aunque
no fuera propietaria. Pasadas otras dos o tres décadas llegó el tiempo de
nuevos casamientos, de la llegada de nietos y de inventar aquellos cuentos.
Y todavía a los ochenta y mientras el cuerpo le permitió,
siguió yendo temporadas a encontrarse con sus hermanos a Rincón. Cada vez iba
quedando más descolgada del presente rinconero, que le era actualizado por la
hermana que le seguía, dueña de casa, y que, aunque arrastrada río
abajo por la vida, venía desde Buenos Aires largos meses y seguía en contacto
con la descendencia de los viejos pobladores, en un pueblo que cada vez se
absorbía más engullido por el crecimiento de la ciudad capital.
Yo que también había derivado como camalotes aguas abajo,
cada vez que repechaba el río y la visitaba en Paraná, recibía de su parte una
especie de informe de inteligencia, una especie de navegación por una gran
internet oral, que recopilaba y ordenaba chismes y referencias de cada subgrupo
familiar, y de cada suceso destacado de la vida rinconera, que ella iba
organizando, ya sola y bastante aislada en su casa.
Fue una vez a principios de los ’90 que me cuenta que fue a
pasar unos días a lo de su hermana, nacida como ella para el Centenario, pero
de la Independencia.
Y disfrutando como siempre de estar en Rincón va puntillosamente a misa. Y la misa transcurre y llegan las menciones y pedidos, y el cura pide por las almas de fulano y de fulana, que se han muerto, y por mengano que está enfermo y que se mejore, por zultanito que emprende una nueva vida, por un montón más, y por el embolsadito. Mi abuela no entiende de qué habla, pero no dice nada. Duda si el párroco es torpe o si entre los oprobios de la vejez le va viniendo a ella la sordera.
Al otro día vuelve a ir a misa y lo mismo, rogamos por fulano
y mengano y zultana y por el embolsadito. El cura es torpe y dice cualquier
cosa. Y al tercer día de nuevo por el embolsadito, pero ahora mira y ve que todos
se hacen la señal de la cruz. De vuelta a casa se resigna, y ella, hermana
mayor y tribunal de última instancia en todo recuerdo y chisme de familia,
tiene que preguntar de qué se trata.
¿Pero no te enteraste? ¿Te acordás de Don Fulano, el
comisario de cuando éramos chicas?
Sí, claro, como no me voy acordar de él, un criollo antiguo,
un caballero de los de antes.
Bueno, se murió.
¿Y por qué el embolsadito?
No, no, él no es el embolsadito. No sé si te acordás de uno
de sus hijos, Mengano, que tiene un hijo que es médico en Santa Fe. El viejo
lo mando a llamar porque estaba internado en un sanatorio. Y así se supo, hará
cosa de dos meses, y entonces la gente pide por El Embolsadito. Una historia de
las tantas de este pueblo, que con el tiempo se van olvidando.
. . . .
Hola m’hijo. Lo mandé llamar porque Usted es Doctor y se da
cuenta que me estoy muriendo. Y usted es de mi sangre, y a alguien necesito
contarle.
¿Qué le pasa?, cuente en confianza, diga, que le va a hacer
bien.
¿Ha escuchado hablar de El Embolsadito, conoce su historia?
¿El Embolsadito?, no para nada, nunca. ¿Qué es eso?
Antes que se construyera el puerto donde está ahora, los
muelles estaban en Colastiné. Toda esta zona de Colastiné, la Guardia y Rincón
se llenaba de marineros que venían de todos lados y bajaban a pasear y a
descansar de los viajes mientras se despachaban las cargas que llegaban y salían
por el mar. Y acá se divertían unos días, y se gastaban unos pesitos en tomar
unas copas, conocer mujeres, comer asado y mirar un poquito el lugar. Y después
se volvían para Europa, o vaya a saber uno qué lugares de los que venían.
Resulta que una vez yo, que era un muchacho, dando vueltas
por ahí cerca, veo que uno de los marineros, bien de uniforme, rubiecito, más o
menos de la edad mía, empieza a caminar a la tarde, alejándose del puerto, como
mirando los bañados, los pájaros, las flores, los seibos, los aromos, los
camalotes. Y sigue caminando como a la deriva, paseando, contento y tranquilo,
y va viniendo hacia el lado donde yo acababa de amarrar mi canoa. En ese
momento es que salgo como a su encuentro, lo saludo y él me dice algo vaya a
saber en qué lengua. Lo miro, me acerco, le sonrío y le clavo mi facón rápido
como un refucilo. Se murió enseguida mirándome con una tristeza enorme desde
unos ojitos zarcos que todavía me hacen doler cuando lo recuerdo, ahora que ya
han pasado más de setenta años. Le saqué toda la plata y las cosas de valor que tenía,
lo subí a la canoa, lo metí en unas bolsas, fui remando para el canal y lo tiré
atado con unas piedras para que se vaya al fondo. Volví ya siendo de noche, me
tomé unos vinos y me fui a dormir.
Pasaron dos días, el Capitán del barco empezó a llamar a toda
su tripulación para que subiera a bordo y pegar la vuelta, y faltaba uno.
Salieron a buscar por todas partes, hacían sonar sus sirenas, preguntaron a las
autoridades del puerto, esperaron otros dos días y, muy tristes porque era muy
querido por ellos, embarcaron y pegaron la vuelta.
A los dos o tres días unos pescadores lo encuentran enredado entre sus espineles. Conmoción en el pueblo, y como nadie sabe como se llama, le rezan al Embolsadito. Con el tiempo se fue olvidando. Siempre he pensado en él desde entonces, y en el daño que hice. Todos los días. Y no quiero morirme sin que la historia se sepa, y sin que vuelvan a rezarle a su memoria.
. . . .
Habiendo escuchado sus cuentos para nietos en los años 60,
enterado de El Embolsadito por ella en los 90, escribo estas líneas ya sexagenario
y recibiendo aquellos oprobios de la vejez de los que hablaba mi abuela. Cuento
sin solvencia y con memorias menguadas una historia de siglo largo, de varias generaciones,
extraviada y reaparecida. Fotocopia desteñida de fotocopias, historia imprecisa
que tiene la relativa verdad de los cuentos que corren de boca en boca.
Historia que varias veces fue recuperada y devuelta por el paisaje de la zona y
por sus gentes, así como el río devolvió al desdichado, para que el olvido no fuera absoluto.
Hermoso, me hizo acordar a allá ité
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