ALQUIMISTAS
escribí este texto a fines de 1992, y para leerlo hay que tener presente aquel clima de derrotas, de perspectivas derrumbadas, de escepticismo y dispersión, de cielos cerrados y horizontes difusos.
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(revista En aguas turbias nº6 - enero de
1993)
En nuestro número 5 reflexionábamos sobre las dificultades que existen
para reconstruir organizaciones militantes desde los restos del activismo
peronista. Más complicado es encontrar respuestas al problema de cómo construir
poder en las actuales circunstancias. Si en el número anterior criticamos el
facilismo declamativo de cierto “progresismo”, disculpará el lector si lo
detenemos un momento, a esta altura de la revista, para criticar aspectos del
aún más cómodo “progresismo” oficialista.
ALQUIMISTAS
En virtud de la teoría presidencial de la casualidad permanente, y en
consonancia con las urgencias electorales del justicialismo, florecen
encuentros de militantes e iniciativas de relanzamiento partidario.
Sobrevuela una frase muy atinada: “hay que reconciliar lo político con
lo social”. Frase muy atinada en labios insólitos. Hace unos años, antes de la
metástasis liberal en el tejido peronista, tímidos socialdemocratizantes y
celosos guardianes de la ortodoxia doctrinaria, por motivos diferentes,
desconfiaban de ella. Hoy la rescatan para intentar conjurar con palabras el
abismo que se abre entre lo que queda del partido y las consecuencias sociales
del ajuste.
El problema de estos “encuentros de la militancia” es que (a nuestro
juicio, tan alejado siempre del éxito y el poder) adolecen de una restricción
insalvable: no logran superar –tampoco ellos- la abismal distancia que existe
entre las necesidades y reclamos de los excluidos por el modelo y las
pretensiones políticas de estos “militantes con vocación de poder”.
¿Qué lógica impulsa estos encuentros? ¿Cuál es su teoría sobre cómo y
para qué construir poder; cuál su lógica de avance?
Sintetizada por Grosso en Cosquín, la teoría de peronizar el rumbo del
gobierno inaugurando la postergada “segunda etapa” de crecimiento y
distribución adolece de un grave problema de credibilidad para quien observe la
realidad sin intereses creados y con un mínimo de perspicacia: sus impulsores
rara vez se equivocan en contra y su “construcción política” coincide
curiosamente con su crecimiento económico personal. El intento de presentar al
neoconservadorismo como revolucionario puede constituir hoy el pensamiento
hegemónico y estar apoyado por una sólida trama económica, pero no puede
sostenerse seriamente en un debate sereno. Tiene coherencia y es exitoso, pero
es difícil explicar que favorece la justa distribución de la riqueza. Y allí
comienzan los dramas para los militantes revolucionarios oficialistas.

Estas son las penurias presidenciales y las del círculo de inútiles que
nada serían sin su amistad con el jefe. De otra índole son las penurias de los
segundones –hasta ayer militantes-: cooptado el populismo no son necesarios
tantos activistas. Sucede lo mismo que con el sistema bancario: el
sobredimensionamiento sirvió para efectuar la reconversión de la economía
argentina; concretada ésta, sobran bancos y empleados. La eficiencia llega
entonces al partido justicialista. Con menos personal se puede garantizar lo
mismo, ya que ahora se cuenta con la apoyatura oligárquica. Y comienzan los
despidos. Los dirigentes necesitan cada vez menos mano de obra de origen
sindical, barrial, etc. Es mejor un par de buenos asesores que puedan moverse
en el seno del poder. La ley de lemas consolida esta tendencia, debilitando aún
más a los partidos. Si el militante o pequeño dirigente no es obsecuente
apologista del modelo, no hace carrera. Pero si quiere hacerla, el escalafón
impone una lógica de exclusión, de darwinista selección natural, de trepadas
individuales, y no de construcción colectiva. Pocas bancas disponibles, costos
cada vez más difíciles de pagar para un humilde muchacho de barrio, pocos
asesores para nombrar. Poco para repartir: imposible crear una agrupación de
más de un militante con vocación personal de poder y figuración. Impuesta esta
limitación a cualquier intento de orgánica militante surge otro problema: cada
vez es menor el poder que semejante agrupamiento puede tener hacia el interior
del partido. Y cada vez menor la capacidad de un partido así constituido para
influir en el curso de las políticas de gobierno. Esta militancia sólo puede
convertirse en portavoz de la política gubernamental. Y si lo hace volvemos al
principio: la distancia con las necesidades sociales. ¿Cómo explicar entre los
empobrecidos el sentido humanitario del ajuste?
El matrimonio
conservador-populista expone a sus militantes a fuego cruzado: los excluidos
del festín van incrementando sus protestas mientras sus máximos beneficiarios
–siempre renuentes a compartir beneficios- son cada vez menos sensibles a los
aprietes de quienes quieran venderles su capacidad de intermediar con los
pobres, de traficar votos, de amansar a las fieras.
Comodidad y patetismo se conjugan en las conductas de quienes
permanecen en el peronismo con afán de protagonismo y anhelaron algún día una
sociedad más justa. Si excluyésemos el enriquecimiento ilícito y el éticamente
cuestionable, aún quedaría pesando como deslegitimador el vivir de la política.
Se dirá que no se puede vivir para la política si no se vive de ella. Sensata y
verosímil afirmación. Pero quien afine el lápiz hasta este punto ¿no debería
preguntarse de qué dinero y de qué política se vive?
Por desorientación o por cálculo, honestos dirigentes siguen en el
partido justicialista, callados, midiendo sus palabras y movimientos según lo
que dicen que dicen las encuestas. No adhieren al menemismo, pero se callan
esperando que pase. Entonces, cuando las circunstancias lo permitan, saldrán a
reperonizar el peronismo. La Argentina tiene tradición bipartidista, dicen, y
siempre el PJ y la UCR segregarán corrientes progresistas que asfixiarán
cualquier tercera vía. Esta idea (una renovación devaluada social e
ideológicamente) no tiene en cuenta al PJ real y concreto. ¿Militan los mismos
que antes? ¿Viven de lo que antes vivían? El paso del menemismo, su pirueta
ideológica, su deshonestidad recurrente ¿no dejan huellas? Me cuesta imaginarme
volviendo a participar de una reunión del PJ para enderezar el rumbo partidario
con quienes, por incapacidad o estupidez, hayan suscripto las bobadas
justificatorias del menemismo. La deshonestidad, además, se ha difundido como
obediencia debida.
De la degradación ideológica no se vuelve fácilmente. La corrupción es
un viaje de ida.
Con estas tensiones centrifugadoras vidrioso es el futuro de la
militancia “progresista” en el peronismo. No es que el éxito esté negado; es
que para obtenerlo no es necesaria la construcción colectiva en torno a un
ideario, que actúa como lastre.
Sintetizando: en el peronismo parece difícil acumular poder para
discutir “el proyecto”, para rectificar su rumbo. Queda la posibilidad
(¿ilusión? ¿estrategia?) de “crecer” individualmente en el seno del partido
amoldándose provisoriamente a las reglas y discursos dominantes, para mostrar
luego –desde ese poder- garras populistas y socializantes. Implica sostener un
silencio cómplice entre militantes y dirigentes a la espera del día de la resurrección.
Mientras tanto ¿cómo convocar desde el silencio?
Pero si el camino justicialista es un siniestro Martín Pescador que
deja pasar sólo a quien se despoje de espíritu crítico ¿qué queda para quienes
no quieren o no pueden recorrerlo?
Desaliento y agresión económica obligan al repliegue o al desbande. El
guerrero americano recorre victorioso un campo de batalla poblado de cadáveres
y moribundos. El capitalismo se enseñorea del mundo no ya económica sino
espiritualmente. Los rusos pasan la gorra por Europa. Árabes e israelíes se
sientan a negociar la paz. China parece combinar dictadura de partido y
economía de mercado.
La reconversión tecnológica transmuta a los trabajadores. Ya no son
proletarios –que sólo tienen a sus hijos-. Ahora tienen un trabajo que perder.
Las legiones de desocupados amenazan la estabilidad laboral, como los villeros
la seguridad de sus vecinos no tan pobres que no pueden pagar policías
privadas. El sujeto revolucionario ya no lo es tanto. Una nueva edad media se
insinúa. Por un lado, enclaves de saber, poder, riqueza, geográficamente
aislados pero conformando una unidad interconectada telemática y
espiritualmente. Por el otro (¿en medio?, ¿arriba?, ¿al costado?), una caótica
Babel que rejunta deshechos posindustriales fragmentados al infinito con
diversidades culturales sobrevivientes, por siglos postergadas e impedidas de
acceder a la modernidad industrial.
Tras que empobrecido por el ajuste, quien pretenda oponerse al
pensamiento oficial del mundo deberá marchar contra todo, solo y sin ayudas,
sin religiones ni ideologías que lo cobijen. Se fortalece la idea de “la falta
de proyecto”, que –desorientación sincera o coartada para irse al mazo-
paraliza el ánimo militante.
Sin utopías convocantes, el activismo debe fundarse sobre convicciones
sólidas y profundas. Sin modelos de sociedad ni partidos que las encarnen, el
activismo no parece recomendable para ansiosos.
Muchos militantes, ganados por el desencanto, se van a sus casas; pero
muchos otros también son los que se vuelcan a algún tipo de activismo social.
La fuga de militantes partidarios hacia gremios, vecinales,
cooperadoras, grupos ecologistas o religiosos, etc., genera en los partidos
primero críticas, y luego intentos de captación y manipulación.
Este tránsito de lo partidario a lo social no es fácil ni gratuito para
el militante, y las críticas apuntan, precisamente, a su flanco más débil:
aleja el horizonte del poder y cambia su marco de identificación colectiva, su
grupo de pertenencia. Todo afán de protagonismo se reduce al ámbito de
actuación y se dilata indefinidamente en el tiempo.
Como contrapartida, al desdibujarse sistemática y permanentemente el
horizonte estratégico, al esfumarse toda idea de vanguardia, el trabajo de
hormiguita en el terruño supone una certeza: apuntalar la desquiciada
retaguardia es más necesario después de la derrota.
Además, en un ámbito reducido y cercano de actividad es más controlable
el destino final del esfuerzo militante. Y esto no es una pavada después de dos
gobiernos democráticos cuyos actos de gobierno no se han ceñido del todo a las
promesas electorales.
El problema más inquietante que sobrevuela este planteo de militancia
apartidaria no tiene que ver sin embargo con la reducción de las expectativas
individuales del militante, sino con una pregunta lacerante: ¿se reunirán algún
día esos infinitos esfuerzos individuales en una gran cruzada colectiva?
Difícil en estos tiempos catalizar esas dispersas y exhaustas energías
militantes.
Pero ya que hablamos de catalizar, adentrémonos en el mundo de la
física y de la química. Cualquiera debe saber, a esta altura de nuestras
derrotas, que el pensamiento imperial utiliza el prestigio de las ciencias
exactas para aplastar a sus críticos, para presentar como leyes naturales, como
fenómenos inevitables, sus políticas de dominación. ¡Cuántas veces se ha
enunciado esta impostación! ¡Cuántas veces se ha dicho que esta traslación es
improcedente, que las reglas que rigen un universo no regulan el otro!
Intentemos esta vez, tímidamente, buscar también nosotros en las
ciencias exactas argumentos que nos avalen.
A diferencia de la militancia progresista, las ciencias naturales
tienen “método” y “proyecto”.
Examinan minuciosamente los fenómenos, notando y analizando los
diferentes factores y circunstancias que parecen influenciarlos. Pero como las
condiciones bajo las cuales ocurren esos fenómenos raramente ofrecen suficiente
variación y flexibilidad acuden a la experimentación, que consiste en la
observación bajo condiciones preparadas de antemano. Pueden variarse esas
condiciones a voluntad, siendo así más fácil descubrir cómo afectan al proceso.
A partir de hechos conocidos se construye un modelo teórico, del cual pueden
deducirse nuevos conocimientos. Se realizan más experimentos y se revisa y
modifica la teoría de modo que esté de acuerdo con la nueva información. Esta
interrelación entre experimentación y teoría permite a la ciencia progresar
continuamente y nos recuerda a Gramsci.
Desde el renacimiento, el prestigio del pensamiento científico fue de
la mano de la desacreditación del saber anterior. La química sepultó así a la
alquimia, que fue etiquetada como un confuso antecesor del pensamiento moderno.
Así como la medicina occidental combatió al “curanderismo”, la alquimia fue
equiparada a una especie de balbuceo asistemático, de chapucería precientífica
sin método ni teoría.
Ahora bien, sin caer en el absurdo contrario de ignorar al pensamiento
científico occidental, mucha gente razonable descubre valiosos conocimientos en
estos saberes fósiles. Que la alquimia tuviera una lógica distinta, nos dicen,
no indica que no haya tenido ninguna.

Nos cuentan que el alquimista, por el contrario, repite su manipulación
miles de veces, aún sin las condiciones óptimas indicadas por ninguna teoría.
Confía en que si reitera innumerables veces el experimento se producirá
finalmente un suceso extraordinario que le dará lo que busca.
Tal vez podría abreviar su espera utilizando medios más activos,
multiplicando así las posibilidades de captar ese acontecimiento excepcional
necesario para el éxito de su experimento. Pero el alquimista trabaja
pobremente y en secreto, teniendo la espera por virtud.
Las
viejas leyes de la alquimia aseguran solamente que si luchamos hasta el fin
para desprendernos de la ignorancia, la misma verdad luchará por nosotros y
vencerá finalmente a todas las cosas.
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