inteligencia artificial: ¿otro tigre de papel?
inteligencia
artificial: ¿otro tigre de papel?
¿Qué hay de
nuevo, viejo?
Entre el
fetichismo tecnológico y las profecías apocalípticas.
Del despertar
de la conciencia regulatoria a la apropiación extendida.
No tenga
miedo, tenga cuidado.
Del
consumidor zonzo al usuario inteligente de tecnología conveniente
El último año ganó espacio la discusión sobre la inteligencia
artificial. Tras la disponibilidad de uso extendida del chat GPT, por febrero y
marzo de 2024 el tema hizo erupción en la opinión publicada y en las redes
sociales, aunque llevaba décadas de investigación acumulada y de trabajo en
desarrollos tecnológicos. Y todo un siglo en la literatura y el cine.
Por momentos queda la sensación de que se discute con más intensidad que
rigor y profundidad, y que se promueve interesadamente una ansiedad colectiva
que oscila de la ilusión dulce ante un futuro cómodo sin necesidad de esfuerzo
físico ni mental, hacia un temor con resabios de angustia cultural y desánimo
paralizante.
La posibilidad de interactuar con los chatbots de manera gratuita o
barata corporizó, para millones de
usuarios, tendencias que se venían desplegando en otras aplicaciones de
aprendizaje sobre volúmenes enormes de información, como las de navegación o
selección de audiencias o direccionamiento publicitario.
Si mi teléfono celular o el posicionador satelital de mi vehículo me
guían, me ahorro aprender los nombres de calles, estudiar en detalle la
geografía de un destino de viaje, los horarios y caminos más convenientes para
circular en mi ciudad. La internet de las cosas me aliviará de trabajo y de
rutinas, y podré dedicar mis días al ocio y a la curiosidad. La recopilación de
mis hábitos y mis gustos, y la detección de afinidades, me facilitará conductas
de socialización.
Hasta ahí se venía tranquilos, pero de golpe, como un trueno en día
soleado, empezó la discusión para regular la inteligencia artificial por los
peligros que representa, porque supone un desafío de magnitud tal que por primera
vez la humanidad estaría en riesgo de desaparición. La inteligencia artificial
–sea una mente única o un enjambre de dispositivos que aprendan- tomará el
control de la especie humana y la sustituirá como especie dominante, y quizá la
extermine.
Se podría sospechar que lo que instaló el debate sobre la necesidad de
regularla haya sido alguna puja sigilosa entre las poquitas empresas que vienen
monopolizando en occidente su desarrollo, en la oscuridad y las sombras; que
alguno que se sintiera perdidoso saliera a decir que había que hacer lo que se
venía eludiendo: la intervención estatal para regularla y no sólo subsidiarla amplia
y sesgadamente. Tras pedir una moratoria y debatir en EEUU, la intensidad del
debate publicado bajó un poco. Europa ya venía planteando sus regulaciones, y
los mundos ruso y chino sus propios modelos de autonomía. La irrupción de la
aplicación china Deep Seek, más barata y de código abierto, reaviva el debate en
el escenario, y puede reorientarlo positivamente.
La utopía rosa es una ingenuidad que no resulta muy novedosa. Hace dos
siglos los profetas de la máquina de vapor, de la electricidad y de la
evolución proclamaban que la humanidad tomaba el camino del progreso
indefinido, utopía que se desvaneció con el estrépito de 1914. Tuvo sus
regresos, primero con las fantasías del Paraíso Mecanizado después de la
Segunda Guerra, aunque ya conviviendo con el Mr. Hyde acechante de la pesadilla
nuclear; y de nuevo más tarde con la Globalización e Internet tras la Caída del
Muro.
El fetichismo tecnológico no es nuevo, y ha tenido diferentes objetos
de adoración. Esa fetichización recurrente brota cada vez que surge y se
despliega un nuevo paradigma tecnológico. ¿Por qué sería diferente ahora?
Aquella escena primera de 2001, odisea
del espacio, tenía algo de esa adoración totémica al Gran Dispositivo.
Tampoco es nueva la perspectiva del temor apocalíptico ante el cambio
tecnológico. Cuando apareció la máquina de vapor ya existieron los ludistas y
los destructores de máquinas.
¿Cuál sería esta vez el problema, el desafío inédito?
Que la inteligencia artificial sea un cambio tecnológico que implique
una mutación sustancial que altere la esencia humana, o bien la extinción de la
primacía de los primates en el planeta. La inteligencia artificial estaría a
punto de convertirse en un dispositivo de conciencia no humana, un artificio de
una complejidad que escapa a nuestra comprensión, y al que hemos ido confiando
el absoluto control de nuestras vidas. Una vez que tome el control de los
mecanismos necesarios para asegurar su auto-mantenimiento y su reproducción,
podría optar ya sea por el camino de suprimir al homo sapiens mediante el exterminio
de todos sus individuos, o bien por el de sustituir los mecanismos culturales y
aún instintivos de conducción de la horda de primates sociales, manteniendo a
los individuos de la vieja especie acotados en celdas individuales controladas,
a través de mecanismos de vigilancia, manipulación emocional y eventualmente
supresión represiva. Una insectificación de la manada de mamíferos en la que la
humanidad, en el mejor de los casos, pasaría a ser ganado o mascota de la nueva
entidad.
Sin llegar a tanto otras voces plantean que el riesgo de extinción
sería no tanto para la especie pero sí para la civilización humana. Y hay quien
anota que, en lo inmediato, el despliegue del nuevo paradigma tecnológico
centrado en la i.a. implicaría la desaparición, sólo en EEUU, de 2.400.000
puestos de trabajo.
Este surgimiento de una forma de vida o de conciencia más avanzada,
encarnada en las máquinas de procesar que se enajenarían de su creador, deviene
en debate periodístico tan intenso como superficial y alarmista, de horizonte
apocalíptico. El fin del reinado del homo sapiens no vendría por un meteorito
como el de los reptiles del mesozoico; ni tampoco por la hecatombe atómica que
agobió el espíritu colectivo tras Hiroshima y durante la Guerra Fía. Frankestein y sus secuelas, Los Sustituidores de Cuerpos, la robot
de Metrópolis, y Juegos de Guerra, son parte de una larga lista que remite al fin de
la especie por la sustitución de los individuos o por el monstruo tecnológico
desencadenado.
Los
obras que consagraron a Isaac Asimov, Yo robot y Fundación,
son de la inmediata posguerra y están impregnadas del clima de los años 50,
tanto por la fe en el futuro como por el temor nuclear y el peligro de
tecnología autonomizada. En el último cuento de Yo, robot las máquinas salvan a la humanidad de la hecatombe
nuclear, aunque a costa de hacerse cargo de su destino. Recuerda en algo La
parábola del inquisidor de
Dostoievski, pero con la
benevolencia de que los humanos no sepan de su tutela.
En la saga de Fundación, los científicos de Términus
construyen su ventaja para la política y para la guerra organizando el monopolio de la tecnología atómica en una
especie de iglesia estrictamente centralizada. Hace cincuenta años, antes de la
aparición de la informática distribuida, había quienes achacaban a IBM y alguna
otra empresa multinacional informática funcionar como una entidad semejante. Y
muchas voces postulaban la imposibilidad de afectar esos monopolios
trasnacionales por el nivel de conocimiento y de recursos que ya habían
acumulado. Y sin embargo, canchero,
desconfiado en el juego lo mismo que en el amor, un taita decía “yo he visto venirse al suelo sin que nadie
lo disponga cien castillos de ilusiones por una causa mistonga”.
A
los fines prácticos debemos tener en cuenta que, por caminos diferentes, tanto
la esperanza rosa como la visión apocalíptica paralizan el ánimo individual e
inhiben la voluntad colectiva, favoreciendo a los que han picado en punta y van
ganando la carrera.
Hace tres siglos que Jonathan Swift publicó sus Viajes de Gulliver. En el menos comentado, el tercero, cuenta de
una isla en la que una gente muy dada a
la ciencia, muy ilustrada en matemáticas y astronomía, sabiendo que el Sol por
no tener combustible que lo realimente se extinguirá en algunos cientos de
miles de años y arrastrará a la Tierra en su debacle, vive trágica y
angustiadamente, agobiada y sin disfrutar de sus días, ni sus familias, ni sus
amigos.
Insisto en desconfiar que la cuestión sea tan novedosa.
Sí -se dirá-, pero esta vez es
diferente. Las nuevas generaciones descansarán en la comodidad de la respuesta
inmediata, y eso las hará alejarse de la cultura del esfuerzo, la superación y
la innovación. La humanidad se estancará porque no responderá, no necesitará
responder, al motor de la evolución, que es el par desafío-respuesta. Puede
alterarse la esencia humana.
¿No se han escuchado ya esas advertencias? ¿Alguien se reprocha hoy por
no ir a buscar el agua hasta el río todos los días? ¿Nos lo reprocharían
nuestros tatarabuelos al vernos tan descansados? ¿O por usar un fósforo en vez
del método original y auténtico de frotar piedras o palos secos para encender
la hornalla de su cocina? ¿Atenta el horno a microondas contra nuestro tradicional
estilo de vida? ¿Hay una esencia
inalterada que va de un campesino medieval a un prestador de servicios para la
agricultura extensiva basada en agroquímicos y organismos genéticamente
modificados?
¿Cuándo se empezó a manejar el fuego, no habrá habido algunos que lo
lograran mejor y primero? ¿Habrán querido compartir el manejo del fuego con
todo primate caminador? ¿Habrán ofrecido a otros el calor pero sin enseñarles
cómo utilizarlo, exigiendo a cambio alguna ventaja o subordinación?
En El fin del pleistoceno (What we did to father), con humor
y con arte, contando la vida de una familia de hombres mono Roy Lewis resume un
millón de años. El padre del narrador descubre cómo manejar el fuego y dan un
salto tecnológico enorme. Empiezan un camino evolutivo acelerado y sin retorno,
impulsan el arte de la cocina y de la pintura, la medicina y las armas. Forjan
instituciones como la exogamia y la diplomacia. Y son atravesados por dos
dilemas. ¿Hasta dónde forzar la naturaleza, cuál es el límite responsable?
Volvamos a los árboles, postula uno de los tíos. ¿Debe compartirse la
tecnología con otras familias de hombres mono? Compartirla generosamente nos
obliga a superarnos si queremos mantener la delantera, a ser mejores y liderar
la evolución, postula el padre. No queda claro si resuelven o suprimen
el problema, pero para afrontar el desafío los
hijos pergeñan nuevas instituciones como la sucesión política, el parricidio,
el canibalismo y la religión.
Esa
novela evoca en algo, y entre muchas otras cosas, el más simpático de los mitos
griegos, el de Prometeo, que roba el fuego del Olimpo para dárselo a los
hombres. Cruelmente castigado -peor que Sísifo- es encadenado a una roca panza
arriba, donde un buitre le picotea y desgarra las entrañas durante todo el día.
De noche las entrañas se regeneran, para que al retornar el día vuelva el
buitre a comérselas. Castigo implacable y eterno por dar al hombre una
herramienta que no debía poseer. Prometeo es el dios de la transferencia
tecnológica.
La serie es larga, y si es por señalar hitos se puede arrancar en el paleolítico
con piedras y palos y pasar por el fuego; seguir con el neolítico; con la
cultura hídrica. ¿Cambia la esencia humana al dejar de ser nómades,
recolectores y cazadores para devenir pastores y cultivadores? Se puede seguir
por los metales.
¿No está escrita, desde tiempos de la Ilíada, la protesta porque lanzas
y flechas eliminarían el coraje y el valor de la lucha cuerpo a cuerpo? ¿Qué
opinaron y qué sintieron las culturas que vieron por vez primera cómo unos
extraños usaban el caballo? Animal mitológico, el centauro es un bicho que
cabalga por ahí. Se pueden historiar otras irrupciones tecnológicas plagadas de
celos, disputas y leyendas asociadas para evitar la proliferación y resguardar
el secreto del proceso, como el vidrio transparente y los espejos. Y mucho
antes que Deep Seek se difundieron
desde la China milenaria la pólvora y las bases de la imprenta.
No,
no, no, se insistirá. Esta vez es diferente porque se trata de un cambio de
calidad, que apunta a la dimensión cognitiva y neuronal, que impacta en la
socialización cultural. Ahí está el golpe a la esencia humana. La i.a. eliminará
el esfuerzo y el gusto por leer, cuidar las memorias, contar, y la humanidad
perderá esas habilidades por no ejercerlas cotidianamente. Si ya los jóvenes no
leen, espere diez años y se va a dar cuenta.
Insisto en que no me parece. ¿Cuándo empezó nuestra especie, cuál es su
rasgo esencial, existe la esencia humana?
¿No se quejan ya en tiempos de Homero los poetas recitadores -exclusivamente
orales- de la amenaza que representa la escritura? ¿No se arruinarían la
memoria y el talento humano, cuando cualquiera pueda leer lo que antes era un
arte y una técnica recordar y declamar?
¿Mucho, muchísimo antes, no permitió esa innovación que fue el lenguaje
comunicarse de otra manera y a la vez acumular en la cultura, generación tras
generación, mucho más allá de aprendizajes sobre cosas como qué plantas comer,
dónde encontrar agua o cómo cazar? Hay quienes dicen que el lenguaje es un
dispositivo vivo, que motoriza y amalgama nuestras subjetividades y que se
desarrolla en una construcción permanentemente vinculada con el mundo que
habitamos y forjamos, y que no hay que poner freno a su dinámica cultural. ¿No
tiene eso algún parecido? Hay quienes quieren reformar el lenguaje de prepo y
controlarlo. Pueden explorarse semejanzas.
Por algo la Biblia recoge leyendas babilónicas que juegan con la
confusión de las lenguas, y no es de ahora.
¿Y unos millones de años atrás, significaron un apocalipsis los pasos
evolutivos de andar parado y del pulgar oponible? (pasos no tecnológicos pero
sí habilitadores de tecnología).
En los años 60 La Galaxia
Gutemberg y Guerra y paz en la aldea
global de McLuhan abundaron sobre estas cuestiones, así como Umberto Eco,
con su Apocalípticos e integrados, sobre
las actitudes posibles y caminos a tomar. Y un señor Danilo Mainardi, en un
libro que creo que se llamaba El animal
cultural, contaba sus investigaciones sobre los monos de la isla japonesa de
Koshima, y detallaba cómo eran los mecanismos de innovación, adopción, retaceos
y socialización de herramientas y de nuevas pautas culturales entre aquellos
primates, quizás no tan distintas a las humanas. A la larga, los aprendizajes
tecnológicos se diseminan y se apropian generalizadamente. El asunto es el
mientras tanto, cuánto y cómo se disfruta o se sufre en ese camino. Muchos
cambios han sido percibidos como catastróficos y terminaron siendo apropiados y
resignificados. Y con el tiempo, igualitaria o extendidamente difundidos.
Bueno, ponele, pero la i.a. permitirá
que dudemos qué es cierto y qué es falso porque crea para nuestros sentidos una
realidad virtual que no tenemos capacidad –por tiempo y por espacio- para
verificar contrastando con los hechos materiales y las conductas concretas.
¿No sucedía eso, distinto, ya con el lenguaje hablado, ya con el
lenguaje escrito? La mala hora, de García
Márquez, trataba de eso.
¿No pasó con la radio? El ejemplo de cuando Wells anunció que habían
aterrizado marcianos en EEUU se volvió clásico, un clásico en que pueden quedar
dudas sobre si lo que se creyó masivamente fue la versión radial del cuento, o
la serie de miles de artículos periodísticos que en los días siguientes y hasta
hoy advirtieron del peligro de la mistificación y capacidad de sugestión de la
radio, el fetiche de aquel momento.
Y aunque Estanislao del Campo invente un poco intencionadamente en su
Fausto Criollo, algo de aquello también hay cuando el gaucho El Pollo le cuenta
a su amigo Laguna, en Bragado, que estando de paseo en Buenos Aires ha visto y
se ha codeado con el mismísimo Mandinga frente a la Plaza de Mayo. Sin saber
que estuvo en el viejo Teatro Colón y sin conocer ni compartir los códigos del
arte, le cuenta a su compañero sus percepciones inmediatas y absurdas sobre la
obra de Goethe.
Y ya que estamos con la gauchesca, ¿cómo se habría sentido un gaucho
federal derrotado del tiempo de nuestro Martín Fierro cuando no sólo atraviesa
una debacle política, no sólo cambia el modo de producción y la economía en que
había pasado dos o tres siglos, sino que cambia también el paradigma
tecnológico en torno al que se organiza su vida, lo que incluye cómo se
comunica. Sería exagerado decir que pasa del paleolítico al neolítico, pero ve
surgir una agricultura de la que lo dejan afuera y que ponen en manos de unos
gringos recién llegados, que no saben
atracar un pingo y no sirven para carniar pero en lo delicaos parecen hijos de
rico. Quizás demorara en identificar su continuidad histórica si se topara con
el compadrito y con el gringo hecho argentino que cuarenta años después
nutriría el nacionalismo yrigoyenista, o con los cabecitas negras del
peronismo. Quizás le costara.
Pero el poema de Hernández también muestra que los mecanismos de difusión
cultural son variados y pueden recorrer caminos heterodoxos, impensados, no
prefijados. En una sociedad de bajísima alfabetización, el poema de Hernández
se convirtió en un fabuloso bestseller, leído en fogones, apropiado social y
extendidamente en las ciudades y en los campos.
Como aconseja el propio Fierro a sus hijos, más que el sable y que la lanza suele servir la confianza que el hombre
tenga en sí mismo. Y debemos rehuir de la comodidad y el agobio interesados
promovidos por los vendedores de la globalización asimétrica e injusta, que
quieren convencernos de que el cambio civilizatorio ha esfumado la ilusión de
ser argentinos, y no nos queda más que diluirnos como globalizados a empujones
por su globalización imperial.
Llevamos un largo tiempo en que se ha ido promocionado de manera
demasiado monocorde y festiva la construcción de un nuevo orden que Varoufakis
ha llamado con acierto Tecnofeudalismo.
Taplin lo personifica y encarna en los Cuatro
Jinetes del Apocalipsis Tecnocrático, pero lejos de plantear que la
pesadilla futurista sea inevitable, plantea atinadamente que hay que denunciar
y combatir ese orden injusto que pretenden remachar.
Agregaría que no hay que limitarse a visiones
occidentalistas de la cuestión, que hay que seguir con atención los procesos de
Rusia y de China de construcción de su propio orden, y estar atentos a otras
tendencias más democratizadoras que puedan ir surgiendo. En esta materia, como
en tantas otras y en tantas veces, nuestro país, nuestra región, nuestras sociedades,
deben trazar su propio camino de apropiación y desarrollo de tecnología conveniente. En ese sentido
Deep Seek contribuye a mejorar perspectivas.
Un aprendizaje socio-cultural pendiente para vivir en esta nueva aldea
global será el de poder distinguir, a primer golpe de vista, la verdad de la
mentira. La verdad y la
mentira existían antes de la invención de la imprenta. Se mentía y se decía la
verdad antes que existiera la escritura. La comunicación instantánea que
permite la electrónica es un nuevo ambiente para que la verdad y la mentira se
entremezclen y disputen. La novela moderna se inaugura con la historia de
Alonso Quijano, que Cervantes nos cuenta que se enloqueció de tanto leer sin
criterio. El problema no es de libros, sino de actitud y de cabeza.
Es cierto aquello de Umberto Eco de que antes nadie daba entidad al
zonzo del pueblo, al presumido del club, al idiota local, que hablaba después
de un vaso de vino en el bar sin dañar a la comunidad, y que ahora las redes
sociales proyectan hacia miles de interlocutores. Eso era porque se lo conocía,
no se le otorgaba peso a su palabra justamente por la relación inmediata de esa
palabra con su emisor insolvente. En internet y las nuevas "redes
sociales", fetichismo tecnológico mediante, esa opinión imbécil se
reproduce sin mediaciones. A veces se mezcla con rumores maliciosos elaborados
a designio, donde ya no se trata del idiota del barrio sino de ingenieros del
caos que planificadamente buscan atizar divisiones, esparcir rumores
intencionados, direccionar la manada en pos de sus intereses, esterilizar
cuestionamientos. A través de manipular usuarios reales, de disfrazar
trolls o de chatbots automáticos.
La sociedad argentina del siglo XX logró apropiarse extendidamente de
los dispositivos del mundo de la imprenta, del libro y del periódico. No
solamente sus élites. No solamente la escolarización difundió masivamente la
lectura y la escritura, sino que florecieron las industrias culturales
asociadas, y Buenos Aires tenía editoriales a la altura de Méjico y Barcelona.
Cualquier militante sabía escribir, imprimir, reproducir y distribuir volantes,
revistas y periódicos. Y también la sociedad argentina hizo florecer el cine y
las industrias culturales. No es un camino que no se pueda recorrer, y no hay
que dejarse apabullar, ni perder la fe en nosotros mismos, ni extraviar el
espíritu nacional.
La nueva alfabetización impone que el mono social del siglo XXI aprenda
a identificar, a valorar, a seguir y a despreciar, que aprenda a distinguir la
moneda falsa de la moneda de buena ley en el entorno de su tiempo y lugar. Nada
que no se haya hecho otras veces, nada que no pueda hacerse de nuevo.
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